En el día a día, hay muchas sensaciones y sentimientos a los que tenemos que enfrentarnos. De muchos de ellos ni siquiera somos conscientes, ignoramos que están ahí y que rondan nuestra cabeza, ocultos entre otros muchos sentimientos. La vergüenza y la culpa son alguno de esos sentimientos que nos atenazan sin previo aviso y que hacen que no podamos avanzar con toda la velocidad que quisiéramos.
La vergüenza y la culpa son dos sentimientos que nacen de la sociedad. No hay dos sociedades iguales y cada una de ellas tiene unos códigos de conducta y comportamiento que condicionan estos dos sentimientos, entre muchos otros. Las costumbres, las convenciones sociales y los valores de cada sociedad condicionan los sentimientos de culpa y vergüenza, que suelen estar asociados a la falta de confianza en uno mismo.
La vergüenza y la culpa no tienen por qué ser perjudiciales
Pero aunque un sentimiento demasiado elevado de culpa o vergüenza puede llevar a tomar decisiones contraproducentes, en dosis justas puede ser que no sea tan malo como nos imaginamos. El sentimiento de vergüenza puede llevar a controlar las acciones, hacer que pensemos mejor en lo que vamos a hacer y tomar decisiones más ajustadas a la realidad.
La culpa también puede llevar a reflexionar sobre alguna acción realizada y permitir ver con cierta distancia algo que anteriormente no se ha podido percibir. Ambas situaciones permiten que las siguientes acciones y decisiones a tomar estén más pensadas y se ajusten más a lo que se necesita en cada momento.
El problema llega cuando la culpa y a vergüenza no se utilizan como punto de reflexión, sino que llega a dominar la vida y las decisiones a tomar. En este caso, la reflexión se torna compulsión y se toman decisiones a golpe de sentimiento de vergüenza. Normalmente, esta situación lleva a equivocarse y a traer consigo una sensación de culpa que incrementa la vergüenza.
Se trata de un círculo vicioso que va creciendo con el tiempo y que cada vez toma más protagonismo en la vida diaria, haciendo que se tomen más decisiones equivocadas y que entorpezcan la toma de decisiones.
Hay que evitar que estos sentimientos tomen el control y estar siempre dispuesto a controlarlos, parando antes de tomar una decisión y dejando que sus efectos se diluyan y sea uno mismo, libre y consciente, quien decida qué acción llevar a cabo. Sin estos lastres, las decisiones se toman de manera más sosegada y si se cometen errores, siempre se pueden solucionar.